Paco, Paco, Paco que mi Paco

  • Artículo para Yorokobu

  • Cliente

    Yorokobu

  • Reto

    Me pidieron un artículo sobre publicidad para su revista de papel así que me fui por las ramas y les envié algo más parecido a un relato que a un artículo. Pido disculpas por el genérico masculino. Ocurrió hace quince años y a la vez, ayer.

  • Colaboración

    Ilustración de Beatriz Entrialgo

El primero en entrar en la Taberna Acuerdo de la calle San Bernardo 98 es el dedo gordo del pie de Paco. Después, pasa él. Y justo antes de que se cierre la puerta, se cuela su pegajoso olor a Varón Dandy. Sin excepción, y de lunes a viernes, y siempre con la misma desgana, y siempre a la misma hora, ahí tienes a Paco: el cliente más fiel del bar con el mejor pepito de ternera de todo el barrio.

Paco no se inmuta ante las miradas que suelen cruzar los camareros cuando ven entrar su barriga por la puerta. Nunca. Él está a su taburete. A localizarlo con los ojos inquietos de todos los días para ver si alguien se lo ha levantado sentándose en él. Por alguna misteriosa razón eso no ha pasado nunca pero Paco no se lo pregunta. Para qué. En su lugar, relaja la mandíbula, y arrastra sus 59 años hasta el taburete sin tampoco percatarse de que esos camareros que llenan la barra de platitos de café parecen croupiers. Nada. Él sólo piensa en alcanzarlo, en dejarse caer sobre él, en apoyar sus muñecas morcillonas en el borde la barra y en pedir lo que pide siempre a esa hora.

La hora. Te la diré. Es esa hora en la que la calle huele a tostadas, el metro va lleno de bostezos y los curas llevan levantados una eternidad. Es la típica hora en la que un niño de ocho años que ha fingido tener fiebre sonríe por la ventana de su habitación al ver cómo se aleja el coche de sus padres. Más pistas. A esa hora, la marca de moda en la calle es la de las sábanas. Es, hora punta de frenazos. Son, las 07 y 53 de la mañana. El reloj corre más que la gente que más corre y Paco acaba de pedir su primera copa de vino.

Paco y su inconfundible chepa azul marino desgastado. Paco y su peluquín del Paseo de Extremadura. Paco y sus mocasines de rejilla de antes de la teta rebelde de Sabrina; haz cuentas. Paco y su aspecto de conductor de la EMT. Paco y su mirada perdida en la copa de vino blanco que sujeta como si no pesara nada, como si no pasara nada, y no son ni las nueve. Paco y su habitual cara de haberlo perdido todo al dominó la noche anterior, que no bebe para olvidar la vida sino para seguir viviendo. Que lleva cuarenta y nueve años haciendo exactamente lo mismo. Y no tiene recuerdos.

Se los comió la rutina. Discreta, invisible, vorazmente; como una termita. Sin que pudiera darse cuenta. Ay Paco, lo vacío que está. Si no fuera porque de vez en cuando sale a mirar cómo va todo por la portería que le da de beber, sería justo decir que parece una caracola a la orilla de una barra típicamente española. Pero no es el caso. Cuatro veces al día, despega su próstata del taburete, apura lo que le queda de vino, anuncia una breve ausencia, y -nunca a la misma hora- desplaza su resignación hasta el edificio.

Cuando llega a su despacho con vistas a los ascensores, se sienta en su silla de outlet de Merkamueble y hace que lee el ABC cuando en realidad está esperando a que alguien llegue y ose llamar a los dos ascensores a la vez. Pero no sabe que lo sabemos, claro. Gruñendo es como debe sentirse realizado Paco. Si hay suerte, dedica cuarenta minutos a escribir un Aviso a la Comunidá. Y si estamos a finales de mes, se ve en la latosa obligación de repartir -oficina por oficina- las facturas del alquiler. Molaría que notara la alegría que nos da verle aparecer de repente. Que viene a sacarnos dinero, caramba.

En fin, ya conoces a Paco. Es un caso perdido. Sin embargo, no le hagas mucho caso a la frase anterior porque últimamente nos visita más de una vez al mes. Es de esperar que ocurre siempre de la misma manera: suena un timbre de nudillos, aparece el flequillo sintético de Paco por el hueco de la puerta, asoma su cabeza, sonríe con los ojos, y, haciendo eses, llega hasta nuestras mesas. Cada vez más contento. De vino, sí. Pero.

Sucede que Paco es nuestro hámster. Con él lo testamos todo. Que Paco entiende lo que ve en el ordenador, mala señal, no se presenta. Que no entiende absolutamente nada, se presenta seguro. De alguna manera -a ciencia cierta esto sí que no lo sabe, se lo podrías decir- Paco se ha convertido en nuestro Conserjero Delegado. Aunque algo se debe oler. Porque no ha dejado de desayunar vino y sigue sin dar los buenos días a los camareros. Pero por lo menos, ahora, cuando abre la puerta del bar con el mejor pepito de ternera de todo el barrio, Paco se da cuenta de una cosa: suena una campanilla.